Autor de la fotografía: http://www.viktorhanacek.com/
«Solamente mira cómo lo hago, todavía eres pequeña y te harías daño en las manos». Esa fue la primera lección que Purificación le dio a la pequeña Nieves. Mira y calla. Y la niña obedeció.
La pequeña empezó a observar los movimientos en las manos de su abuela. Parecían sencillos, pero no lo debían ser tanto cuando otras mujeres a las que había enseñado la matriarca habían montado destrozos tremendos en esa misma habitación. Era la primera vez que Nieves observaba con detenimiento las manos de su abuela. Eran manos muy grandes, con dedos que se le antojaban enormes, duros, callosos. Le sorprendía ese descubrimiento porque a la niña las caricias de su abuelita le parecían hechas de algodón.
Entonces se dio cuenta de que Purificación era una mujer anciana, que llevaba toda una larga vida trabajando el campo, criando niños, amasando pan, cortando leña, hilando el cabello de miles de ovejas. En las manos de su abuela se podían intuir todos sus trabajos: labradora, leñadora, cocinera, costurera, hilandera, limpiadora, cuidadora… ¡cuántos trabajos hacía su abuela!
Parecía que las manos de una mujer anciana estaban hechos de todos los trabajos del mundo, como si el peso de la tierra recayera sobre los encorvados hombros de las madres y abuelas de la tierra.
«Mira Nieves, hay que darle al pedal mientras aprietas la lana con los dedos, así». Purificación seguía enseñando a la niña mientras ella aprendía una lección mayor. Aprendió entre lanas que había nacido mujer y eso era algo importante que iba a determinar su futuro.
Nieves tenía seis años cuando supo que, en algún momento de su vida, cuando fuera suficientemente alta, le tocaría ayudar a otras mujeres a sostener el mundo con sus hombros.
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¡Felices labores!
