Autor de la fotografía: http://www.viktorhanacek.com/
La rueca de su abuela tenía un atractivo formidable para la pequeña Nieves. Cada vez que volvía del colegio se acercaba a saludar a su abuela Purificación, que acostumbraba a tejer o a hilar en su cuarto de costura.
En la casa de la familia siempre hubo un cuarto destinado a las labores. Era una habitación con una mesa grande, unos armarios repletos de telas, hilos y lanas, y una rueca. A Nieves le encantaba ver a su abuela accionar el mecanismo de esa máquina mágica que transformaba el pelo de las ovejas en hilos con los que tejía su colcha. Su eterna colcha, con la que deseaba honrar a su difunta mamá.
La abuela Purificación gustaba de reunir a las mujeres del pueblo en torno a la mesa para charlar de las cuestiones del día a día mientras confeccionaban cada una de ellas unas obras de arte. La ausencia de su hija Martina apagó esas reuniones, pero poco a poco el duelo interno se iba aliviando y daba paso a la sonrisa. En ese proceso de curación del alma tenía un papel fundamental su nieta. Qué niña tan especial, pensaba, tan fuerte y tan cariñosa.
Purificación siempre pensaba que Nieves sería una madre fantástica. Tenía todas las cualidades que una madre necesita para formar hogar. Era fuerte, cariñosa, constante… no se rendía jamás y siempre sabía cómo arrancar una sonrisa a los demás. El rostro de la niña cada vez se parecía más al de su fallecida hija, aunque se daba cuenta de que Nieves era única. Apenas era una niña y tenía una personalidad definida sobre la cual se atisbaba la adulta que sería en el futuro.
Mientras Purificación se perdía en sus pensamientos, Nieves se le acercó seductora y con una sonrisa le pidió que la enseñara a hilar. «A mi niña le irá bien en la vida», pensó, al tiempo que colocaba a su nieta en su regazo.
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¡Felices labores!