Autor de la fotografía: http://www.viktorhanacek.com/
La maestra tejedora del pueblo vivía tranquila su nueva ventura. La montaña que había forjado el sino de todos los habitantes de la región se mostraba generosa con los bienes que ofrecía y nadie sufría ninguna adversidad. Nieves no podía pedirle más a la vida.
La chica había decidido enseñar a tejer y coser en la escuela en horario extraescolar. De este modo, los chicos y chicas que lo desearan, podían adquirir unas destrezas útiles que les servirían también como vehículo de emociones.
Para Nieves las labores era una forma de expresión. Lo habían sido desde que perdiera a su mamá con cinco años y decidiera confeccionar un manta en honor a su progenitora. Una tarea que se resistía a terminar. La muchacha había hecho y deshecho tantas veces los cuadraditos que configuraban su colcha que ya ni recordaba el aspecto que tuvo en sus comienzos. Aunque era algo que no la preocupaba, puesto que su abuela le había explicado muchas veces que el error era parte del aprendizaje.
— No te pongas nerviosa, cariño, “hacer y deshacer, todo es quehacer”.
Con refranes como este la abuela Purificación consolaba a la impaciente nieta en los momentos en los cuáles la labor se le rebelaba. Una sabiduría que la muchacha había memorizado y que ahora tenía la ocasión de transmitir a las generaciones más jóvenes del pueblo.
A Nieves le fascinaba tener la ocasión de honrar desde la escuela a las mujeres de su familia y su profundo saber. Le encantaba repetir las frases que había oído toda la vida en su casa, y disfrutaba observando a los chiquillos y chiquillas de la clase memorizando con devoción todas esas sabias palabras.
La tejedora que se había convertido en maestra era muy consciente del impacto que sus dichos tenían en las mentes y los corazones de sus alumnos. Por eso cada noche analizaba con detenimiento las clases del día siguiente, en busca de detalles que pudieran perjudicar a sus chicos.
Por eso era la mejor maestra que había tenido el pueblo jamás.