Autor de la fotografía: http://www.viktorhanacek.com/
Nieves permanecía inmóvil y con los ojos entrecerrados mientras su hada flotaba frente a ella. Qué hermosa, pensó. La niña temía no reconocer a su mamá en esa hada bonita que la estaba visitando. Sin embargo no tenía ninguna duda. Un sentimiento de amor profundo la invadía al tiempo que su alma sentía una inmensa paz.
La contemplación entre luces y sombras de su madre era maravillosa. Era muy pequeñita, como un pajarito chiquitín. Las alas que la ayudaban a flotar eran de libélula, y a su alrededor se formaban pequeñas nubes de un polvo brillante que le daban un aire melancólico. Definitivamente era ella, su madre.
Nieves quería quedarse así de por vida. Se sentía tan bien observando a su madre que no quería hacer nada más que estar ahí, mirándola, sintiéndose feliz. En ocasiones la alegría es tan grande que el corazón se confunde y envía lágrimas a los ojos. Eso fue lo que le pasó a Nieves, que no pudo evitar llorar de alegría.
El hada advirtió el riachuelo que nacía de los lagrimales de la niña. Acercó su diminuta manita y acarició el rostro de la pequeña, tratando de secar unas lágrimas que junto a su cuerpecito se veían enormes. Qué felicidad. Las caricias de mamá de nuevo, chiquititas y dulces como mil panales de miel. Nieves no quería dormir, no quería estar despierta. Solamente quería estar el resto de su vida tumbada en esa cama con los ojos entrecerrados y disfrutando de las caricias de su madre.
—Siempre cuidaré de ti, mi niña. Cuida por mí de la familia, Nieves.
Una voz lejana y finita le llegó al oído con un mensaje con el que había soñado muchas veces.
—Te quiero, mi niña.
Y se esfumó.
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¡Felices labores!